sábado, 3 de agosto de 2019

Recuerdos talquinos

Cuando era niña hundía mis manos en una caja llena de botones.
Eran mis tesoros. De todos los colores y formas, los vaciaba en unas cajas y luego en otras. Imaginaba que eran perlas valiosas, monedas de chocolate, infinidad de cosas.
Eran los botones de la sastrería de mi padre. En esa casona vieja, la casa de mis bisabuelos. Esos personajes enojados estampados en la sala y en el comedor. Personas de mi historia que no conocí.

Cuando era niña, veía a mi padre cortas telas. Unas tras otras, con una enorme tijera. Lo veía de pie, sentado delante de su maquina. Hilvanado  trajes completos para otros caballeros. Planchando piezas a medida para señores que confiaban en sus manos la elegancia de un pantalón único y hecho a pulso del oficio.

Extinto quedó el oficio. Tras la invasión del mercado chino y la instalación del retail, en el hábito recreativo del consumidor talquino, pocos pedidos hicieron que el servicio ya no fuera requerido.

Hoy sólo los recuerdos de la luminosa sastrería de mi padre en la casona de mis bisabuelos, también demolida por el terremoto y convertida en estacionamientos o quizás qué cosa.

Del pasado, sólo lo inmaterial queda. La memoria como esa llave que abre la puerta de un mundo inconsciente lleno de verdades ocultas. En la memoria se pasean los olores y las sensaciones de un espacio lleno de colores propios.

A los antepasados, agradecer por permitirme estar.

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